Hay dos cosas que siempre han estado presentes en mi vida
de una manera poco formal: las listas y las estadísticas. Todo hay que decirlo,
cuando estudiaba, la asignatura de Estadística era una de las que mejor se me
daba, hasta el punto de que el profesor se fiaba de mis trabajos como guía de
clase. Pero no era por mi alto coeficiente intelectual (que también, jajaja,
seamos poco humildes) si no por una deformación personal: desde que recuerdo,
lo de hacer estadísticas me encantaba.
Había llegado a hacer estadísticas tan estrambóticas, para
matar el tedio, como contar cuantas vocales de cada salían en un texto.
Luego, calculaba los porcentajes de cada una de ellas, sólo por el gusto de hacerlo. O cuantas veces salía
una palabra o una letra de esas raras del Scrabble. La finalidad era… ninguna.
Matar el tiempo muerto en momentos de gran aburrimiento. Como aquel verano en
Sant Feliu, con 14 años, que me aburrí como una ostra veraneando con la
familia. A pesar de las reiteradas excursiones que mi padre, que en paz descanse,
organizaba ahora sí y luego también, el pueblo era de un aburrido que tiraba de
culo. Nos salvó el squash, que jugábamos con dos raquetas cutres algunas tardes
en un centro deportivo local. Mi padre, mis dos hermanos y yo, en una cutre
pista que alquilaban a horas y que, generalmente, siempre estaba libre. También
había caminatas campestres, excursiones a lugares de interés cultural, ir al
mercado de la plaza del pueblo a comprar bizcochos borrachos, o esas mañanas
que mi padre nos liaba a cavar en nuestro huerto particular y de las que casi
todos huíamos por la derecha a la más mínima oportunidad.
Había tardes en las que la pereza nos podía, en las que a
mi padre no se le ocurría que organizar, y yo me entretenía leyendo novelas de
Agatha Christie de mi madre o contando los coches rojos que pasaban por debajo
del balcón de mi habitación, que daba a una carretera secundaria que cruzaba el
pueblo. No recuerdo los resultados de tan sesudos estudios… pero al menos las
horas pasaban más rápidas.
Otra de mis aficiones es hacer listas. Desde que aprendí a
escribir, me encantaba rellenar libretas con todo tipo de textos. Intenté
escribir diarios personales pero a la que llevaba tres
días no le veía la gracia de explicar mis cosas… Pero hacer listas era divertido. He llegado a tener libretas con listas
de quien me enviaba felicitación durante las Navidades, o quien me había
felicitado el día de mi cumple, o de donde recibía postales de amigas durante
las vacaciones. Kilómetros de papel garrapateados con incontables listas. Y después
de tantos años, mi afición a las listas continua: mis propósitos de cada año
(que normalmente no se cumplen, pero aún no me he frustrado lo suficiente para
dejar de hacerlas… las listas), la lista de los libros que leo cada año que
pasó de ser de más de 50 libros anuales a un puñado que puedo casi contar con
los dedos de las manos, listas de los lugares a los que he ido de excursión,
listas de cosas que quiero comprarme, listas de libros que quiero encontrar y
leer (que no están resultando muy útiles visto mi carencia de actividad
lectora), listas de obras de teatro que he visto, de películas, de gastos (de ingresos casi nunca argh!), de la compra… La cuestión es
buscar la excusa para crear una nueva lista. Supongo que soy carne de cañón
para ese tipo de libros “1000 … que ver/leer antes de morir” pero el caso es
que, hasta la fecha de hoy, no he leído ni comprado ninguno de esos. Hojearlos
en la librería sí, que ya hubiera sido raro que no lo hiciera.
A veces esto de hacer listas ayuda a posicionarnos, a ver las cosas de otra manera, a organizarnos, a esquematizar... sea como sea, yo seguiré haciendo listas, ya sea por motivos prácticos o simplemente por la afición a hacerlas.
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