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martes, 12 de julio de 2011

ME DA EN LA NARIZ...

Ayer, en un hilo de conversación, un amigo me recordó un relato que yo había escrito, hace algunos años, que él había descrito como un relato olfativo. Porque, entre otras descripciones, yo insistía en las percepciones de la protagonista acerca de los olores. O mejor dicho, hedores. Y es que, aunque el olfato no sea uno de los sentidos a los que les damos más prioridad, su función va más allá de la pura función informativa.

Un olor puede retrotraernos a un recuerdo del pasado, por ejemplo. Puede atraernos, repelernos, puede hacernos salivar de hambre, puede cambiar incluso una atracción por un rechazo. Quizás el olfato no es un sentido tan vistoso como la vista, valga la redundancia, ni tan directo como el tacto o tan sublime como el sentido del oído.

Tengo un buen puñado de recuerdos olfativos. Quizás el que describo en mi relato, que ayer rebusqué en el baúl de los recuerdos, rescaté y leí divertida, aunque aplicado a una historia totalmente ficticia, sí formaba parte de mi memoria olfativa. Recuerdo, hace veinte o más años, pasar un fin de semana en una pensión de mala muerte, de esas que tiene el baño en el pasillo y has de compartir con un puñado de desconocidos. Cuando está libre. Recuerdo los pasillos de suelo de linóleo, las paredes cubiertas por un papel pintado de flores amarilleadas por el tiempo… pero lo que se me quedó grabado fue aquel olor que lo impregnaba todo, un olor a verduras, a col hervida –y rancia-.

Otro recuerdo bastante intenso en cuanto a olores se convirtió en un antojo. Yo debía estar de cuatro o cinco meses, pasé por una callecita en la que había un colmado de Llegums Cuits (legumbres cocidas) y me asaltó, a traición y sin avisar, un aroma de lo más tentador: de lentejas cocidas. Me asaltó, me envolvió y no tuve mas remedio que volver sobre mis pasos y comprarme un cucurucho de lentejas. Y digo que se convirtió en un antojo porque una de las comidas favoritas de mi hijo son estas legumbres. Le haces un estofado de lentejas en pleno mes de agosto y es feliz.

Un perfume demasiado intenso puede convertir un trayecto de ascensor en una tortura para tu sentido olfativo. Un ligero aroma a colonia de hombre te puede hacer girar 180º la cabeza en la búsqueda visual de su origen. Vivimos rodeados constantemente de olores: la fetidez de una cloaca en un seco día de verano, el aroma de jazmines durante un paseo, el hedor de sudor rancio en la hora punto del metro o el bus, un hilo de incienso pasando junto a la puerta de una tienda (a veces, entro en una tienda sólo porque el olor que emana de ella me encanta), la fetidez de los tubos de escape en un semáforo, o ese tufillo mareante de la gasolina mientras repostas (que no sabes si te gusta o no). El olor picante del césped recién cortado, el aroma de un café, la fragancia dulce de un bebé, las esencias que nos invaden en una tienda de especias, el olor del papel de un libro, o el de la tinta de un periódico recién comprado. O el aroma de un buen vino, y aquí dejaría a mi amigo Luís que se explayase en su descripción, cosa que no se le da bien… se le da de maravilla.

Y por si no tenemos suficiente con todos esos olores que nos rodean por todas partes, despertando distintas reacciones y distintos sentimientos, rememorando recuerdos en ocasiones… nosotros mismos somos una fuente inagotable de aromas. Bueno, estoy hablando del cuerpo humano bien aseado (sin el “bien”, también somos una fuente inagotable pero no precisamente de aromas). Aunque uno, a si mismo, no se acostumbra a oler, los demás sí lo hacen. El olor corporal de una persona puede atraernos incluso más que otros elementos más palpables y a la vista. Te puede gustar su físico, sus ojos, su sonrisa… pero si te gusta su olor, estás perdida.

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