Había llegado a hacer estadísticas tan estrambóticas, para
matar el tedio, como contar cuantas vocales de cada salían en un texto.
Luego, calculaba los porcentajes de cada una de ellas, sólo por el gusto de hacerlo. O cuantas veces salía
una palabra o una letra de esas raras del Scrabble. La finalidad era… ninguna.
Matar el tiempo muerto en momentos de gran aburrimiento. Como aquel verano en
Sant Feliu, con 14 años, que me aburrí como una ostra veraneando con la
familia. A pesar de las reiteradas excursiones que mi padre, que en paz descanse,
organizaba ahora sí y luego también, el pueblo era de un aburrido que tiraba de
culo. Nos salvó el squash, que jugábamos con dos raquetas cutres algunas tardes
en un centro deportivo local. Mi padre, mis dos hermanos y yo, en una cutre
pista que alquilaban a horas y que, generalmente, siempre estaba libre. También
había caminatas campestres, excursiones a lugares de interés cultural, ir al
mercado de la plaza del pueblo a comprar bizcochos borrachos, o esas mañanas
que mi padre nos liaba a cavar en nuestro huerto particular y de las que casi
todos huíamos por la derecha a la más mínima oportunidad.
Había tardes en las que la pereza nos podía, en las que a
mi padre no se le ocurría que organizar, y yo me entretenía leyendo novelas de
Agatha Christie de mi madre o contando los coches rojos que pasaban por debajo
del balcón de mi habitación, que daba a una carretera secundaria que cruzaba el
pueblo. No recuerdo los resultados de tan sesudos estudios… pero al menos las
horas pasaban más rápidas.
